Alberto Bougleux
Empecé a dedicarme al cine documental de manera casi accidental. En 2001 iba a licenciarme con una tesis sobre la guerra en Bosnia Herzegovina, y unos amigos me propusieron pasar un invierno en Mostar, en el sur del país, todavía en ruinas, para realizar un documental sobre las asociaciones juveniles que intentaban renacer y superar mediante la creatividad las fracturas étnicas que habían dejado 3.500 muertos en la ciudad. Iba con un amigo y una cámara que hoy parecería de juguete. Teníamos por delante seis meses, algo de dinero, un invierno a 15 grados bajo cero en una casa mal rehabilitada por la ACNUR, una estufa de carbón, un Golf II de 1985 para salvar las montañas que nos separaban de Sarajevo y perdernos por pistas nevadas hacia Gorazde y la República Serbia. Hielo, almiares, minaretes caídos, popes esquivos, místicos de Medjugorje, la memoria de la última limpieza étnica en Europa. Y la libertad. De conocer, preguntar, perderse, narrar. Y de reírse con los bosnios hasta de las minas.
Después de quince años dedicándome con toda el alma al cine de lo real, está claro que de aquel viaje nunca he regresado. El vértigo de lo abierto, del otro, del camino por delante, me han arrastrado con fuerza por una pequeña parte de mundo para escuchar decenas de vidas que se asoman al obstinado dolor de renacer. He escuchado el duelo de madres en los suburbios de Argel por hijos que les fueron arrancados de los brazos por un estado asesino y disueltos en la nada. He visto mujeres analfabetas en casas de barro que aprenden a defenderse de la violencia de sus hombres en un teatro improvisado en el polvo del Sahara. He contado los huesos desenterrados del fondo de una fosa común en un alto de Castilla y he escuchado la voz de un hombre de noventa y cinco años que recuerda como allí mataron a su maestro de escuela. Junto a un amigo he perseguido el hilo impalpable de su memoria hasta una región selvática que se asoma al golfo de México, y he ido a contar su historia hasta a los niños de la escuela más remota de la Patagonia. A la vuelta de la esquina, en la espesa sombra de las viviendas anónimas de una capital mediterránea, he hablado con gente que huye de la persecución y del odio y que solo busca un rincón para amarse un poco. Y en una minúscula escuela de una isla perdida, donde en parte he crecido, he conocido niños que hacen incluso barricadas para esconderse de la vida. Quizás sea esto lo que, tras tantas vueltas, he perseguido, sin ni siquiera saber demasiado bien por qué: el hilo interrogativo que ata en cada momento la inmanencia del dolor y la irredimible necesidad del mundo de volver a empezar. Del encuentro con este enigma sin solución, simplemente he intentado poner a salvo la huella del ojo.
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Vivimos en un mundo prostituido y esponsorizado que ya apenas podemos llamar nuestro, porque en realidad es de unos pocos que viven haciendo la vida imposible a otros muchos, con el riesgo añadido de condenar a las generaciones venideras a una vida de lo más insegura en un planeta destrozado. Dos de las cosas que más falta hacen son educación (no basta con lo que llaman “concienciación”) y denuncia social, es decir, el control de los desmanes de los poderes políticos establecidos, de los poderes que tienen el monopolio de esa violencia que consideran legítima.
Amante de zambullirse en proyectos colectivos, de ponerse al servicio de anhelos que mueven a muchos seres humanos, Alberto Bougleux es un cineasta inteligente y sensible cuya obra debería conocer más gente. Nos pone ante historias reales, en las que intenta comprender al otro; historias a veces tristes, de huida y ruptura con el pasado, pero en las que se subraya el carácter de renacimiento que a veces tienen, dando aliento y confianza a quienes se encuentran en ese tipo de situaciones. La suya es una mirada respetuosa, serena y reflexiva sobre “decenas de vidas que se asoman al obstinado dolor de renacer”.
En sus documentales trabaja con guiones abiertos, atento a lo que vaya pasando durante la grabación, a lo que pida el contexto, utilizando su cámara (Bougleux es un cámara excelente) como instrumento de investigación. En cuestión de estética, hace suya la metáfora del siciliano Vittorio de Seta (autor de una de las películas más hermosas de pastores, Banditi a Orgosolo, de 1961, su primera obra): que la poesía, la belleza de la película es como la sal, que conserva bien los alimentos, el contenido. (Si bien sabemos que no hay verdad ni belleza eternas, que ambas son históricas y que hay épocas en que, como decía Valéry, “Virgilio no sirve para nada”).
En el momento del montaje su formación musical le permite estructurar lo grabado como si fuese música o, como él dice, utilizando los elementos y personajes de la película como “una orquesta de instrumentos involuntarios”. Bougleux ha digerido bien todo el cine que vio en su Bolonia estudiantil y ha conseguido un estilo sereno que invita a reflexionar y a sentir empatía por sus personajes.
Hay en su trabajo una gran preocupación por la educación (El último día o La isla son ejemplo de ello), pero no de esa que trata -engañosamente- de educar a las masas, sino de aquella que habla de la gente para la gente. “¡La educación del niño-masa! Ella sería, en verdad, la pedagogía del mismo Herodes, algo monstruoso”, como decía el Juan de Mairena de Antonio Machado. El problema de la identidad (religiosa, cultural, nacional, étnica, etc.), de la necesaria convivencia entre distintas identidades en el mundo globalizado de hoy en día, es una de las cuestiones más complicadas de gestionar y más urgentes en esta época acelerada que nos ha tocado vivir. Como dice la profesora de La isla (2013): “Dar un espacio significa abrir posibilidades de socialización, de intercambio, de diálogo, de construcción de alguna cosa…” También habría que dar más espacio a trabajos como los de Alberto Bougleux en los medios de comunicación generalistas. Algunas de sus obras, hechas con una delicadeza especial, nada tienen que envidiar a otras muy celebradas del documentalismo español reciente.
Félix Pérez-Hita (realizador y crítico cultural)